De la vida a la muerte, y de la muerte a la vida (II Parte y final)



Continuación.

Mi vida no paso frente a mí como una película. No ví un largo túnel y al final una luz resplandeciente; pero al estar tendido sobre los escombros sin poder moverme, tratando de poner mi vista en algo fijo como para ubicarme, vi algunas estrellas en el firmamento. Unas brillaban más que otras, pero a pesar de mi habilidad para reconocerlas, aquella noche no tuve la coordinación necesaria para saber cuáles eran.

Años antes había sido un hombre religioso. Mi fe no era la de Moisés, confiando en el Señor cuando el mar rojo se abría en dos para que el pueblo israelita pasara; ni mucho menos como la de Esteban, confiando en Él cuando su cuerpo era lapidado. Me consideraba un simple creyente, aquel que su fe iba a ser probada aquella noche.

De repente, sin un origen específico, una sombra espesa; algo así como una nube negra se fue cerrando sobre mí, aquellas estrellas dejaron de brillar y se hacían cada vez menos visibles. Entendí que mi hora había llegado.

Amaba demasiado a mi familia. Era un grupo hermoso; mis hijos aún estaban pequeños, mi mujer contaba conmigo para el sustento del hogar. No quería irme y dejarlos así. Quería verlos crecer, disfrutarlos. Quería volver a abrazar a mi mujer, besarla y decirle que la amaba.

Aquella sombra literalmente lo cubrió todo. En el fondo de mi alma experimenté una angustia nunca antes padecida. Y fue en ese momento, que decidí clamarle a Dios. —¡Señor!— exclamé desde mi interior. —No quiero morir sin volver a ver a mi familia!¡No quiero morir sin ver cerecer a mis hijos!¡Permíteme vivir, Señor!—. Sentí mis lagrimas bajar por mi rostro. El dolor se hizo cada vez menor, pero el dolor de mi alma fue creciendo como la ola crece antes de romperse al llegar a la playa.

De repente, esa sombra que ya lo cubría todo, se empezó a esfumar. Volvía a ver algunas estrellas en el firmamento, empecé a sentir la brisa del mar sobre mi rostro. Las lágrimas se empezaron a secar. Increíble fue que empecé a sentir nuevamente dolor en mi cuerpo, pero ahora era más leve. Sentía que podía mover mis extremidades. La emoción se mezclo con una produnda alegría y fue como un detonante de vida que me inundo y fue tan fuerte que quise ponerme de pié. No lo logre porque mi cuerpo estaba muy lastimado. En ese momento me di cuenta que estaba mi cabeza sobre un pequeño charco de sangre. Logré tocar la parte posterior de mi craneo y palpé el cuero cabelludo roto y sangrante. Me ví en esa incómoda situación, pero aún así el milagro de la vida me había dado la fortaleza suficiente para disfrutar ese momento al máximo. Había atravezado en poco tiempo el límite entre la vida a la muerte, y el de la muerte a la vida.

No sé cuanto tiempo había pasado. Minutos o quizás horas, y continuaba allí tendido. De pronto una muchedumbre se acerco al lugar, al parecer un maleante había querido abusar de una pobre mujer y todo el pueblo al darse cuenta decidió ir tras del hombre. Lo capturaron y lo traían a la fuerza para castigarlo. Fue allí cuando uno de los hombres que iba entre la muchedumbre notó mi cuerpo tendido sobre los escombros y alerto a los demás. Luego supe que aquel grito de auxilio que escuché fue el de aquella mujer. Les conté como pude lo sucedido y agradecidos con mi actitud hacia el llamado de auxilio; intentaron con todos los medios a su alcance, el reconfortarme. Dios, me había dado la vida nuevamente; acto seguido había enviado no a uno, sino a un grupo de hombres a vendar mis heridas.

Pase un par de semanas en el pequeño hospital de la comunidad. Aquella población se hizo cargo de mis gastos, y la familia de la mujer que intenté ayudar, me traía alimento todos los días. Mi familia no se enteró de lo sucedido durante mi estancia en ese lugar, ya que me esperaban de vuelta un mes más tarde.

Mi cuerpo poco a poco se fue restableciendo. Tenía muy lastimada la espalda y me habían colocado un yeso para cuidar de ella. El médico me recomendó reposo absoluto al menos durante dos semanas. La herida en mi cabeza estaba cerrando y ya no sentía dolor en mi cuello al moverla. Mi pierna izquierda había recuperado su movilidad, esta era la extremidad que más daño había recibido. Estaba sanando.

Tres semanas y media después de lo sucedido. Junto a un gran grupo de acompañantes llegue nuevamente al muelle. Me disponía a regresar a mi hogar. Dos hombres se ofrecieron para llevarme de vuelta. Algunos creyentes, llenos de fe, oraron por mí cuando partía. Nunca olvidaré la atención que le dieron a mi persona. Dios, misericordioso, los había enviado aquella noche para confortarme.

Me despedí de ellos ofreciéndoles volver con mi familia. Mi barca se hizo a la mar. Me acompañaba uno de los hombres, quien se encargaría de todo durante el viaje. El otro iba en una barca al lado, en ella regresarían después. Cuando estábamos como a 100 metros de la orilla, vi hacia donde quedaba el viejo mesón. Alcancé a ver con mi vista la última habitación que daba a la playa. Lo que más resltaba era un renovado balcón con hermosa vista al mar. Dios lo había hecho todo nuevo.

Crédito de la fotografía: Middlewick