Un largo verano en Villa Real


Para Villa Real el verano resulto ser más largo de lo normal. Esperábamos dos meses de altas temperaturas, pero al final fueron nueve. El río que cruza el pueblo se había secado por completo, dejando a la vista el fondo árido y seco, y a la vez cientos de objetos que la gente en su ignorancia lanzaba al agua para deshacerse de ellos. En pocos días se dejaron sentir fétidos olores mientras el agua aún permanecía en el lecho descomponiéndose.

Aquel, pequeño pueblo oriental que orgulloso mostraba a los viajeros sus alamedas de encinos frondosos y buganvilias de múltiples colores mostraba ahora una árido ambiente y el polvo se levantaba con suma facilidad al pasar de los vehículos, levantándose muy alto para luego bañar los techos y las calles. Aquellas casitas de blanqueadas con cal a la orilla del camino ahora daban al paisaje la apariencia de un lugar de sumo descuido. En otros tiempos nuestro pueblo había sido conocido porque en las minas que quedaban al norte habían encontrado oro en gran cantidad. Eso había sido décadas atrás y ahora el pueblo dependía únicamente de los recursos que proveía el río.

Lo peor de un interminable verano es la falta de agua. Acostumbrados a tenerla literalmente a cantaros, especialmente durante el invierno lluvioso que nunca llegó; los villaregianos recorrían con sus bestias cargadas de cantaros, distancias muy largas para proveerse del vital líquido.

Yo vivía en una casa a la orilla del río a tan solo ocho metros de él. Habíamos medido con bambúes la profundidad en esa parte y nos daba dos metros y medio. El río Grande como le decíamos, era una enorme bendición ya que en su lecho se podían pescar en grandes cantidades camaroncillo y una que otra especie de peces de gran demanda. La pesca era habitual para todos los que vivían en sus orillas. Cuando empezaba el año, tuve la ocurrencia de comprarme al crédito una pequeña embarcación para utilizarla durante el invierno en las orillas del río con fines de lucrar a través de la pesca. Esta loca idea me resulto muy cara, había abandonado mi trabajo regular como encargado de la estación de buses y sin consultarlo con nadie tome me dediqué por completo a soñar con lo que podría obtener del río. Don Jaime el prestamista del pueblo me había facilitado después de muchos ruegos y de dejar en sus manos los papeles de mi pequeña propiedad, el dinero que utilicé para hacer esa compra.

No contaba con que el río se secara. Fueron incontables las veces que salí al patio de atrás esperando ver agua en el río, pero no fue posible. Al principio pensé que todo pasaría rápido y que en un par de meses al máximo estaría pescando de nuevo para poder pagar mis deudas y recuperar los papeles de mi casa. Don Jaime preguntaba casi a diario preguntando por su dinero y yo ya no tenía que decirle. Probé ofreciendo la barca a los vecinos y conocidos pero todos estaban en iguales circunstancias. Y ya que el pueblo vivía de lo que se obtenía en el río el trabajo para todos empezó a escasear.

Uno de tantos días tocaron a la puerta, Don Jaime venía a darme un ultimátum. —Me pagas ó te quedas sin tu casa—, dijo con tono autoritario. —Estoy cansado de buscarte para que me pagues, y no he tenido respuesta alguna—. Después de un intercambio de palabras se fue de la casa asegurándome que solo contaba con una semana para cancelarle la deuda o que me fuera despidiendo de mi casa. Además, para terminar de arruinarme me comunicó que los intereses ahora acumulados duplicaban la deuda.

Al cerrar la puerta cuando se iba comprendí que solo tenía un camino: Dios. Había confiado en el río, en mis fuerzas y en el clima, pero había olvidado al único ser que me podía sacar del problema. Mi esposa que estaba a mi lado me susurró al oído para que los niños no se dieran cuenta: —Más vale que doblemos nuestras rodillas, quizás Dios tenga misericordia de nosotros porque hemos sido necios—. Una lagrima bajo por mi mejilla, caminamos juntos hacia el cuarto y nos pusimos a orar. Aproveche para pedir perdón por mi necedad y mis errores, por olvidar por completo Su Consejo. Aquel día lo terminamos clamando y tarde fuimos a la cama, confiando en que el próximo día sería diferente. Antes de cerrar mis ojos le dije a mi esposa: —Perdona por no pensar en ti o en los niños cuando decidí seguir con esta idea estúpida—. No te preocupes, cierra tus ojos y duerme, mañana será un día largo—.

Al amanecer me levante rápido de la cama y fue hacia el lado de la casa que daba con el río. Estaba igual y en el cielo no había una sola nube. Sería otro día más de sequía en Villa Real. Angustiado entre nuevamente a la casa, donde mi esposa me esperaba para orar. Ella se dio a la tarea de que orásemos cuantas veces pudiéramos en aquellos días que nos quedaban para cumplir con el plazo que nos dieron. Así pasaron los días y todo lucía igual.

Dos días antes de cumplirse el plazo, me levante muy temprano y me dirigí al río. Entré caminando entre las rocas, los desechos y la tierra seca, luego levanté mis manos al cielo y caí de rodillas en medio de la nada. Clame intensamente y gemí con toda mi alma: —Señor, haz lo imposible hoy para que no perdamos nuestra casa, ¿qué culpa tiene mi mujer o mis hijos de mi necedad? ¿Qué culpa tienen ellos de mi falta de cordura?—. Después de muchos minutos con las manos alzadas las baje a tierra para humillarme delante de la presencia de Dios, cuando golpee mi mano derecha con una roca de bordes cortantes. En medio del dolor que me provocó, levante rápido la mano me la sobé como pude y agarré la roca para tirarla lejos y así seguir orando. Cuando había alzado la roca para lanzarla, un pequeño brillo salió de ella. ¿Que es esto pensé? Luego con mi camisa la limpie para ver de que se trataba y mayúscula fue mi sorpresa, tenía en mi mano la pepita d oro más grande y pesada que había visto en mi vida. Quedé mudo por algunos segundos, luego caí sobre la arena seca y me puse a llorar.

Aquel verano al final terminó con una lluvia intensa y el nivel del río volvía a ser el mismo. Al caer las primeras gotas de lluvia salimos mi esposa y los niños a la orilla del río que daba a nuestra casa y nos arrodillamos para dar gracias a Dios. Las deudas fueron saldadas, recupere el trabajo que sabía hacer y vendí la barca que sirvió para acordarme que no debo dar un paso sin consultarle a mi Señor.